El cine de Ignacio Agüero representa cierta libertad en las posibilidades de hacer cine, representa una escuela que no se rinde en el amor y pasión por el propio cine y su existencia. Que busca continuar bajo el peso de una sociedad que no deja crecer ni a quienes recién comienzan, mucho menos aquellos que trabajan con referentes que emanan de la misma realidad que los margina. Una cámara y micrófono en algunos casos será suficiente equipamiento para grabar una película. Pero claro, si hablar de cine no implica en ciertos parámetros una producción aparatosa y costosa, eso es Hollywood, aquí Agüero más bien, al trabajar con lo mínimo engrandece lo que muestra, de una manera inexplicable en muchos pasajes de su obra. Son los sentidos que al entregarse a este “juego del cine”, nos generan reminiscencias de una vida desconocida pero que pareciera ser tan cercana, y con Agüero la cercanía se amplifica, pero claro, siendo chileno que ha registrado con su cámara la esencia del sueño del chileno en tiempos dolorosos como la dictadura, a través de la mirada de niños con ilusiones y esperanzas de una vida diferente con su película “100 niños esperando un tren”. Es ahí mismo donde florece efervesciente esa llamada belleza del cine, ese sentido, es ahí donde Agüero da en el clavo con su ser como cineasta, justo en esta época, justo en este Chile de frente con los niños de mirada taciturna que maravillados se representan así mismos delante de la cámara, para dejar constancia que no debe volver a ocurrir y que un futuro país se avecina. 34 años después, esa película y el cine de Agüero siguen siendo imprescindibles. Los últimos tres largometrajes de su filmografía “El otro día”, ”Como me da la gana” y “Nunca subí el provincia” mantienen viva esa construcción continua de su obra, que colabora con el espectador a transitar por esta viva realidad, compleja, cambiante, desalentada y al mismo tiempo esperanzada, una que no se quiere ver en interpretada por Agüero, pero se deja llevar y no escapa.